Tambores de Choroní

  • por Mariano Bugallo
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ubén siempre llega antes que los demás. Aparece caminando por la calle Colón, con actitud relajada, casi con desgano; justo cuando la luna empieza a asomar por detrás del mirador del faro. Con una vista envidiablemente sigilosa recorre el malecón de punta a punta recogiendo los papeles que, él sabe, siempre se depositan en los canteros de los árboles y debajo de los asientos de hormigón. Los separa, los selecciona y junto con algunas páginas de policiales de El Universal, enciende una fogata en el piso. Le agrega unas cuantas ramas secas y cubre su preparación interponiendo su propio cuerpo en contra de la dirección del viento que suele ser bastante intenso a esas horas de la noche. Además, debe estar pendiente de la marea. Las olas que rompen contra el murallón, que aún conserva sus cañones abandonados del siglo XVII para defenderse de los piratas, pueden sorprenderlo y arruinar su ritual.

Choroní es un paraíso incrustado en medio del Parque Nacional Henry Pitter, a unas pocas horas de la ciudad de Maracay, al norte de Venezuela. Para llegar hasta aquí, hay que internarse en la selva y trepar los cerros hasta las nubes, a bordo de una buseta que desciende a toda velocidad por el camino sinuoso, provocando náuseas y vómitos entre los pasajeros no frecuentes. Para compensar el mal momento, los conductores recurren a una  estrategia ingeniosa: poner la mejor música de Salsa a todo volumen para dispersar la atención del bamboleo estomacal. Luego de dos horas y media de montaña rusa entre el bosque tropical, se abre un claro y aparecen las primeras casitas coloridas, las callejuelas adoquinadas, Puerto Colombia y el magnífico turquesa del Mar Caribe. Se trata un pueblo de pescadores y de plantaciones de cacao. El entorno es ideal para ello. La tupida vegetación y las altas copas de los árboles, no permiten que se filtre ni un solo rayo de sol, lo cual deja crecer a la planta en condiciones inigualables. Se dice por aquí que en esta zona se halla el mejor cacao del mundo y que, desde tiempos inmemoriales, toda la producción se exporta religiosamente a Suiza para fabricar los famosos chocolates que compramos en los aeropuertos. Como muchas otras cosas, el más prestigioso manjar europeo es fundamentalmente de origen latinoamericano.

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Cuando la llama está en su punto, Rubén, dibuja algunos ademanes en el aire y unos segundos después está rodeado de sus secuaces que cargan tambores al hombro para templarlos al fuego; o “meterles candela”, como le gusta decir a él. La afinación depende de la temperatura, el tiempo de exposición al calor y, por supuesto, del oído. Como todo arte, requiere sabiduría y paciencia. Estos tambores no fueron comprados en ninguna tienda musical, nada de eso. Respetando las tradiciones de sus antepasados, están hechos totalmente a mano bajo un arduo proceso de construcción. Primero se elige un tronco de un árbol de aproximadamente un metro de largo que se ahueca y se lo talla para darle la forma indicada. Luego, en uno de sus orificios, se le amarra un parche de cuero de animal y se lo tensa lo más fuerte posible. Allí hay por lo menos dos seres vivos muertos y parece mentira que su repique pueda revivir al más antiguo de los difuntos.

Las caras de aprobación, hacen suponer que el tambor ya está listo para ser domado. El ensamble se empieza a preparar. Los dos tamboreros más eximios se sientan sobre cada uno de los tambores abrazándolos con sus piernas y empiezan a tocar a un ritmo regular que onomatopéyicamente suena algo así: “Tu-cu-tá-ca / Tu-cu-tá-ca / Tu-cu-tá-ca / Tu-cu-ta-cá”. Otros dos, desenfundan unos palillos de madera y hacen la misma progresión rítmica golpeándolos contra el tronco a espaldas del ejecutor principal. Los primeros golpeteos parecen funcionar como un aḏān caribeño. En pocos minutos, el malecón se empieza a poblar de personas que llegan en procesión desde las tres esquinas que desembocan en el mar. Claro, un sábado de noviembre, no hay más sitios dónde ir. La parroquia de Choroní, que incluye otros poblados cercanos, tiene menos de cinco mil habitantes, pero aquí, todos se saludan efusivamente, entre risas y sorpresas como si no se hubiesen visto en meses. “¡Pues mire quién se dignó a venir hoy! ¡Ey, Jacinto, ven pa’ acá chamo!” -escucho.  Cada tanto, entre bienvenidas, se cuelan bromas sobre el juego de béisbol que provoca algún puñetazo socarrón entre los caballeros.

Info

Todos los 24 de junio, justo para el solsticio de verano, Choroní celebra la fiesta de San Juan Bautista. Los homenajes al santo comienzan la noche anterior con toques de tambor, baile, fulías, parrandas y repiques.

Jacinto es el menor de cuatro hermanos. Durante el día, ayuda a su padre a llevar pasajeros a las playas aledañas de Chuao y Cepe con una lancha a motor que heredaron como mandato familiar. Nunca fue capitán, siempre marinero, pues su progenitor cree que aún no tiene la experiencia ni la templanza necesaria para pilotear a mar abierto. Una maniobra en falso y puede ser el desayuno de tiburones. Tal vez su falta de habilidad se deba a su poco interés por ese trabajo, pero aquí la gente no vive de lo que le gusta, sino de lo que le toca. Él sabe bien que siempre será lanchero, pero hay un impulso dentro suyo que lo mueve en otra dirección hacia su verdadera pasión. Para Jacinto, la semana tiene un sólo objetivo: que se termine, para poder ir a escuchar su música al malecón.

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Como es relativamente temprano, aún carga con resabios de la cena. Empanadas y arepas, los típicos platos populares de la cocina venezolana, ambas hechas con una masa espesa de harina de maíz, rellenas de queso guayanés o carne mechada y sumergidas dentro del aceite de una paila que hierve durante semanas enteras. El resto, quizás la mayoría, ya han pasado a la fase del alcohol en pos de aclimatar el espíritu para la fiesta. Generalmente, los hombres beben ron puro, mientras que las mujeres suelen preferir cerveza o guarapita, una bebida artesanal a base de aguardiente, azúcar y pulpa de maracuyá o rayadura de coco que se vende clandestinamente en botellas reutilizadas de gaseosa.

La luna estampa su reflejo sobre el mar y el pueblo ya se ha reunido alrededor de los instrumentos. Rubén es el pregonero. Ahora pienso que no podría ser otra cosa. Es calvo, alto, corpulento y de movimientos elegantes. Irradia seriedad y respeto; pero contagia empatía. Tiene una mirada intensa que parece concentrada en sus propias palabras. No es para menos. Su función es cantar el pregón y lograr que la mayor cantidad de público le conteste. Como en muchos otros géneros musicales de raíz afroamericana, el canto contiene una estructura de pregunta-respuesta, que era utilizada por los esclavos en épocas de la colonia para sobrellevar la pena y el cansancio en las plantaciones de cacao. Como ya me había enseñado el viaje en buseta, la música puede ser el mejor antídoto contra el sufrimiento.

Las letras son improvisadas en el momento. Hablan de recuerdos del pasado y anécdotas del presente. Hablan del trabajo, de la pesca, del mar, de lluvias y tormentas, de música, de mujeres, de lo más cotidiano de sus vidas. Sus versos no hablan más que de ellos mismos. –Oh, oh, eh… María se ve buena. / Oh, oh, eh… Mira como suena. / Oh, oh, eh… María se ve buena. / Oh, oh, eh…  ¡Que viva Venezuela! -reza el pregón.

Alguien llega con un güiro y lo hace sonar dándole sazón al ritmo. Ello acciona un interruptor invisible. La gente se acurruca cerca de los músicos, hasta que la vereda queda abarrotada de seres humanos y una jauría de perros callejeros esperanzados de que alguien tenga un accidente con un pedazo de arepa y la ley de gravedad. La luz amarilla de los focos no hace más que enardecer el ambiente. Las expresiones cambian. Los músculos de la cara se relajan, como también los del cuello y los brazos. De ellos se desprende una cierta energía, que flota en el aire y adquiere vida propia. Todo alrededor empieza a balancearse paulatinamente. Seguramente Albert Einstein me guiñaría el ojo, si entre copas, le contara que aquí lo tambores tocan al mismo ritmo, pero uno tiene la percepción de que el mundo está funcionando en distintas velocidades. Desde ahora en más, los sucesos se desencadenarán anacrónicamente y el tiempo, por momentos, se pondrá en cámara lenta y en otros se acelerará haciendo vibrar el pecho.

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Como es costumbre, cada determinados espacios temporales, el pregonero se fastidia si cree que su canto no es respondido con el compromiso que desea. Rubén se enoja y cuando sube la voz suena temible. Con el ceño fruncido, enfoca al pobre desafortunado que  tiene a mano, al cual no le queda más remedio que seguirle la corriente si no quiere ser abrumado nuevamente. Aplaude, arenga y canta a viva voz – ¡Oh, oh, eh… María se ve buena. / Oh, oh, eh… Que mueva esa cadera. /  Oh, oh, eh…María se ve buena. / Oh, oh, eh… ¡Que viva Venezuela! Esta vez, el coro le hace caso.

Aunque nadie la señala, creo que María está allí. Tiene el pelo negro, labios carnosos y piernas voluminosas. Lleva un pañuelo rojo atado debajo del rodete y un pareo azul apretado a un escote tan prominente que haría desertar a cualquier pirata que hubiese sobrevivido a los cañones de la costa. Tiene todo el Caribe en su figura. Al igual que el resto, es morena, de ese color “café con leche” que es el secreto de belleza de las mujeres de estas tierras.  De repente, siento algunos empujones y sin entender que está sucediendo doy un paso hacia atrás. Se abre un hueco entre la muchedumbre. En el medio está ella.

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María, le apunta con la mirada a uno de los varones que el azar o el destino, si es que existen, lo dejó parado en la frontera del círculo. Lo invita con un sutil movimiento de cabeza y Jacinto recorre tímidamente el radio imaginario que los separa, mientras mira hacia los costados, consternado, como pensando: “¿A mí?”. Sí, a él. Paso a paso, se acerca al centro. A los ojos de todos. Al miedo. A su suerte. A Dios. A ella. No debe quedar mal parado, sabe que hoy seguramente ha sido bendecido por San Juan Bautista y debe aprovechar la oportunidad. Él la recorre, la analiza, la rodea. Se están midiendo. Ella lo sigue de reojo, sin girar y justo cuando sale de su campo visual por su espalda, de un salto, comienza el caos. Sus pies rebotan casi sin despegarse del suelo. Hay una fuerza que proviene de lo más profundo tierra y le sube por las piernas hasta la cintura. Pareciera tener un sismo dentro suyo pero en realidad, cuando ella se mueve, todo el universo es el que tiembla.

La danza es sexo. Instinto. Ritual, tribal. Es la síntesis exacta entre lo salvaje y la cultura. Él se le abalanza, le ofrece sus genitales. Ella se agacha, se contornea.  Se rozan, se huelen. Aquí no hay eufemismos ni metáforas, todo remite a los más profundo y primitivo de la olvidada condición animal del ser humano. Antes de la Historia. De la civilización. Antes de América. De África.

Sus cuerpos se enroscan como serpientes y encastran pintando figuras eróticas perfectas. Sus mejillas se aproximan. Ella le apoya sus labios, le dice algo al oído y empujándolo con sus pechos, lo aparta de un sacudón. Se sonríe. Él queda pasmado. En su rostro hay temor y deseo. El baile es además, una riña de gallos. Una pelea sexual. Cuando alguno de los amantes no puede sostener el mismo vigor que su oponente, sea hombre o mujer, da igual, automáticamente desaparece de la atención y surge otro candidato de su mismo sexo para relevarlo y quitarlo del medio. Así de simple y de cruel, como en la naturaleza. El ciclo vuelve a empezar y sólo se detiene cuando se callan los tambores. No hay juez que determine que alguien ha fallado, simplemente es la propia estima la que se da por derrotada.

Como en una verdadera batalla de gladiadores, afuera de la arena gritan, alientan, discuten. Hay empujones, avalanchas. Algunos se trepan a los árboles para ganar visibilidad. El pregonero aúlla, emulando el sonido de un animal feroz. La percusión suena más alto y el ritmo se acelera cada vez más, quizás al doble de  tiempo: “Tu-cu-ta-ca / Tu-cu-ta-ca / Tu-cu-ta-ca / Tu-cu-ta-ca”. Rubén enfrenta uno de sus tamboreros “¡Fuerte! ¡Pana! ¡Fuerte!”. El músico, exhausto, levanta la cara hacia el cielo, buscando una brisa fresca entre tanto aire incandescente. Abre la boca y alguien con extrema precisión, le convida un trago ron y luego le vacía el contenido de la botella en la cabeza, que le chorrea por su torso desnudo mientras todos ríen a carcajadas. Desconcertado, se sale del patrón rítmico y como una ráfaga ensaya un solo de tambor.

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María sigue empapada en su estado de éxtasis. Hay mucha tensión. Puños cerrados, dientes apretados, dedos movedizos. Podría hacer un catálogo de tics nerviosos. Alrededor, las mujeres hablan por lo bajo con celo y se mofan de varios hombres que desearían tenerla enfrente pero aún no se le animan. Mientras tanto, Jacinto se acomoda la gorra para juntar confianza y con mucha actitud se lanza hacia su diosa. Hoy sí. Hoy dejará de ser marinero y para convertirse en capitán. Con un movimiento veloz y preciso, se coloca a espaldas de su pareja, abre las piernas y la toma de la cintura rozándole las nalgas con su abdomen. Ella no se queda atrás, parece disfrutarlo, lo sigue, lo provoca. Sus cuerpos se pegotean y se enchastran en sus propios sudores. Ambos se menean hasta llegar a centímetros del suelo. Él cambia su expresión, siente que puede lograrlo. María gira lentamente, lo enfrenta y lo observa por primera vez a los ojos. Acto seguido, lo toma de la mano y da dos pasos hacia atrás. Por un instante todo ese caos se detiene y el griterío queda mudo. Están solos. Es un paréntesis. Un ápice en el tiempo. Están frente a frente unidos por sus brazos extendidos que hacen un puente entre ambos.

Lo suelta. Levanta el mentón, como mirándolo desde las alturas, coloca sus palmas hacia arriba y las sacude dos veces en un movimiento rápido y corto, como pidiéndole explicaciones. Es la estocada final. Nadie puede sobrevivir a su voluntad. Jacinto cierra los ojos esperando el tiro de gracia. Se le encima otro candidato y él sale de la circunferencia por sus propios medios. Quizás el próximo sábado María le dé otra oportunidad de ser su amante tribal, pero esta vez, sea para cambiar la historia y ser él quién se quede en el centro.

La luna se esfuma, detrás de un cielo esmerilado por las nubes. Las primeras gotas de una lluvia inminente, golpean contra el pavimento levantando vapor entre tanto ardor. Los tambores siguen tocando y Rubén canta “Oh. oh. eh. Que siga el tamborero / Oh. Oh, eh. Que nos coge el aguacero.”

  • Mariano Bugallo irandando.com

    Algunos dicen que es comunicador, otros diseñador. Él ama la música y caminar, por eso cree que su verdadera vocación es el movimiento. Disperso pero observador. Cada viaje le deja más preguntas que respuestas. Aún así, el desierto le enseñó que la prisa mata. La selva, que el todo y la nada son la misma cosa. La montaña, que lo imposible se logra poniendo un pie delante del otro. Y el mar, le enseñó que todavía le falta mucho por aprender. En eso anda, mientras fotografía y escribe en irandando.com

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