Volver para vivir

  • por Ignacio Izquierdo
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o mejor de los caminos es que la primera vez que los recorres nunca se sabe a dónde llevan. De alguna manera puedes intuir lo que espera al final, porque quizás a través de una imagen o de un sonido de tu imaginación los ha sacado del abstracto para darle una apariencia. Nunca hay al final una mancha oscura e infranqueable, sino una amalgama de colores y formas esperando a que te adentres en las profundidades para sacarlas de la niebla.

Sería sabio advertir que una vez tus pies comienzan a transitar esos caminos, nunca podrás estar del todo seguro si llegarás al final que tu mente había diseñado o si el azar o la curiosidad te harán tomar un desvío, un cruce o atajos que pueden no ser tales. Aprovechándose de la dificultad de saber que hay al final del camino, es probable que sin ser lo que suponías en primera instancia fuese sin embargo todo lo que esperabas. He ahí la maravilla de los caminos, esa engañosa previsibilidad en vías aparentemente sólidas y estáticas. He ahí su mejor mentira. La única verdad se encuentra al volver la vista y seguir el rastro de huellas, unir los puntos que te han llevado donde estás. Mirar atrás siempre es más sencillo.

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En verano de 2008 llegué por segunda vez a Japón. Repetí un camino similar al que casi dos años antes me había llevado a recorrerlo por dos semanas. El clásico recorrido vacacional, una parada en Tokio y alrededores antes de cabalgar a lomos del Shinkansen por la horizontal del país. Visitas fugaces a ejemplos continuos de belleza. Hiroshima. Miyajima. Kioto. Nara. Himeji. Cruzar el mundo para llegar a un lugar que reta tu entendimiento del mismo. Descubrirlo atónito en una agradable incomprensión. La conmoción duró mucho más allá de la vuelta. Hay lugares de los que te vas sin dejarlos atrás. Era hora de volver a cruzar los caminos, tomar los desvíos necesarios para volver. Había vuelto, y esta vez para vivir.

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Una vez quitada esa niebla, Japón aparece con múltiples caras y por lo tanto con muchas maneras de entenderlo. Suele ser una apuesta segura como visita, donde el neófito quedará abrumado por este país de contrastes con un aura de orden y pulcritud. De las luces destellantes en una megalópolis como Tokio u Osaka, hasta la belleza milimétrica de los jardines alrededor de los templos de Kioto. El recién llegado quedará impresionado por la educación y el buen hacer y sentirá sin dudas la necesidad imperiosa de hacer cuanto esté en su mano para salvaguardar este oasis de irrealidad. El flechazo será para siempre.

«Había vuelto. Y esta vez, era para vivir.»

Llegar para vivir tiene mucho más puntos oscuros, muchas más barreras, mucha más realidad frente al idílico pasatiempo de un par de semanas. No solo hay que enfrentarse a una cultura nueva, mucho más diferente en lo formal, estructural y social de lo que uno pueda imaginarse, sino que para lograr integrante es necesario vencer el muro sólido e infranqueable del idioma. No es sencillo involucionar hacia el analfabetismo, donde todo se convierte en un reto. Entender tu contrato de alquiler, pagar las facturas, recargar la tarjeta de transporte o incluso poder reservar sitio en un restaurante, poder comprar un billete de avión o una entrada de cine. Todo es imposible, todo se encuentra detenido bajo la inescrutable fortaleza del idioma. Y no solo del verbal.

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Sobrevivir a las estructuras sociales, culturales o laborales tampoco es sencillo, pero es precisamente ahí, en la evolución del día a día dónde está el reto, en los detalles nimios donde la mímica no es suficiente. Toneladas y toneladas de frustración a cambio simplemente de la autosuperación ¿O hay algo más? ¿Qué obtienes a cambio? La recompensa de andar ese camino es vivir en un país tan apabullante que te obligará a deambular en shock intentando absorberlo todo. ¿Cómo diablos puedes quedarte en casa cuando a unos metros de ti están pasando decenas de cosas que tu eres incapaz de entender? La sorpresa y los restos son así, aunque no seas consciente de ello te están obligando a vivir.

Hay otro idioma distinto y ese afortunadamente lo conocemos en todas partes. Y que no son los japoneses los que hablan en esas islas, sino también ellas mismas en un espectáculo estacional que puede ser de los más hermosos del mundo. Todo es bello en Japón, desde la ebullición de los cerezos en flor hasta los rojos otoñales del arce, desde el azul de los mares a los verdes de sus propios Alpes. Los japoneses, tan refinados, tan cuidadosos, solo intentan ser parte de una naturaleza abrumadora.

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Mi camino por Japón acabó y al igual que en todos los caminos, dejé algo de mí en cada uno de mis pasos. Esa es la maldición del caminante, al que mientras se le permite llegar a lugares que no había imaginado y maravillarse con esos rincones que aguardaban a ser descubiertos va dejando trocitos de sí mismo por el camino, pedacitos de su corazón, irrecuperables, un trueque que le da a la vida a cambio de recuerdos de nostalgia. Esos son los mejores caminos. Los que deseas que no se acaben, los que deseas volver a caminar, mil y una vez mientras descubres que da igual cuantas veces los recorras, siempre serán distintos.

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  • Ignacio Izquierdo

    Ingeniero reconvertido a fotógrafo, lleva más de 10 años haciendo fotos y documentando muchos viajes, intentando entender y comprender lo incomprensible de este mundo. Ama la montaña, la naturaleza y la hora mágica por encima de todas las cosas.
    Cuenta sus historias en www.ignacioizquierdo.com/blog

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