Amuletos

  • por Magalí Vidoz | Ilustración: Jazz Buitrón

«Es raíz luminosa en el cielo del invierno;
la suma de lo escrito en la tormenta
que algo separa en el tiempo para unirnos;
el estremecimiento de los días
con aquellos poemas que ahora son nuestra brújula.»

El Relámpago – Aldemar González González

A

l regresar Marina de su viaje por Latinoamérica, lo último que hizo en Bogotá, fue comprar café. Parecería un pequeño detalle, pero que ella esté ahora en Madrid en una terraza amarilla preparando café es un hecho poético.

Siempre cargamos amuletos en nuestros viajes.

Si pudiéramos nos llevaríamos los volcanes, las montañas y los ríos.

Pero no podemos. Entonces tomamos prestada una piedra. O alguien nos regala una carta. Y guardamos esos objetos en la mochila casi para siempre. O por el tiempo que dura nuestro viaje.

Amuletos: tesoros que mantienen la memoria viva de quiénes fuimos.

Amuletos: la memoria de quiénes fuimos viajando.

Marina se compró un paquete de café colombiano. Yo junto monedas de diferentes países y después las pongo bajo tierra, sin ninguna razón.

Porque también es importante deshacerse de los amuletos, hacer que transiten, depositarlos en tierras ajenas.

Podemos tomar un objeto del mar y llevarlo a la sierra.

Podemos encontrar un objeto seco para luego humedecerlo.

Podemos cargar una semilla y plantarla en la casa de alguien que nos guste mucho.

Podemos preparar presentes para las personas que encontramos en nuestros viajes y enviarlos por correo.

Podemos crear amuletos escritos, amuletos orales y amuletos de viento.

Transitar países es dejarse caer.

Y cuando ya no tenemos rutina ni grandes cosas que nos definan, entonces aparece lo minúsculo: la tierra hecha piedra o el árbol hecho rama o el volcán hecho vidrio.

Es lo minúsculo como bomba, plenitud y expansión: el café que Marina compró en Colombia no es sólo café, es andar por una tierra oscura, es hablar una lengua histórica, es haber caminado un continente entero con sus propios pies, es un sabor que se repite y que permite mezclar los tiempos en que las cosas suceden.

Allá Colombia, ahora Colombia.

Tiempo colapsado, es lo mismo.

Cuando llegamos a casa nos damos cuenta de que nos hemos convertido en pequeños recolectores de lo cotidiano y que nos asimos al brillo que le damos a las cosas. Fue nuestro espíritu viajero el que encontró ese trozo de papel húmedo. No fue cualquier espíritu.

Volvemos así a recuperar el alma del niño recolector, del niño con los ojos vivos que colecciona objetos que él mismo hace preciosos: el santuario de las hojas, las cajas de cartón, el diario íntimo, las estampillas.

Amuleto es llorar y reír los mapas que se construyen a paso lento.

Amuleto es un mapa en donde no quedan grabadas las fronteras pero sí las expresiones de los sentidos y el sentimiento de una libertad más grande: el misterioso paso de los días, el movimiento de los girasoles, el color de los brazos del ser que amamos, la despedida, las preguntas importantes, el llanto de desconsuelo, las gotas grises de una mañana en Cuzco, el día de la escalada.

No puede haber amuletos de hielo, pero los inventamos.

Sí hay amuletos de tierra y sol.

Hay partes de amuletos en nuestro cuerpo: arrugas gruesas del día en que fuimos de visita a los caminos colorados o una sonrisa más amplia o un poco de cansancio.

En este viaje llevo amuletos de distintos tamaños.

Un hombre es un amuleto.

Los canguros son amuletos.

Cuántas veces de pequeña soñaba con la capacidad de estar en dos lugares distintos al mismo tiempo: Bogotá (como la forma más dulce del español), Sydney (como la roca que se come al mar).

Esto también es un amuleto.

La vida de a poco se convirtió no en lo que quiero pero sí en lo que soy.

Escribo mucho de Marina porque volvió de su viaje y con todos sus amuletos tuvo que construir un refugio. Durante una semana tiró abajo las paredes de su antigua casa y construyó una nueva casa con collares, piel salada (aunque no estuvo mucho tiempo en el mar, pero da lo mismo), una manera de la boca en Buenos Aires y todo el café con leche que tomamos juntas.

Después de una semana, y con sus tesoros en las paredes nuevas, pudo volver a decir: estoy en casa.

Pero ahora hay casa en todos lados: allá donde está la cafetera (otro amuleto).

Hay casa donde abandonamos los libros y donde editamos los libros y donde regalamos los libros. Hay casa en la poesía, hay casa en el sexo, hay casa en donde encontremos un barrilete o un árbol del cual cuelgan los zapatos perdidos.

Porque allí donde abandonamos un amuleto, queda nuestro viaje completo, sepultado y paradójicamente listo para la época de floración.

A veces olvidamos los amuletos, ya no sabemos qué cosas nos recuerdan.

El amuleto que tiene vida propia es un amuleto distinto y debe ser quemado.

Porque como última cosa, quemar un viaje significa volver a nacer en una nueva piel.

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  • Magalí Vidoz

    Comenzó a viajar en 2012 y descubrió, casi de casualidad, que podía viajar y trabajar haciendo housesitting. Escribe para conocerse. Su mapa de escritura está en caminomundos.com, un espacio en donde narra sus viajes interiores y sus preguntas. Creadora de talleres de escritura creativa, camina paso a paso con otros viajeros ayudándolos a encontrar sus propias palabras. Su animal favorito: el koala. Su palabra favorita: incertidumbre.

  • Jazz Buitrón Ilustradora

    Como muchos, lo que hoy es su pasión y su trabajo comenzó mucho antes, de pequeña, como apenas un pasatiempo: empezó a dibujar buscando formas de expresarse. Creció en un pequeño pueblo llamado La Esperanza, en la sierra norte de Ecuador, y de alguna forma todo ese hermoso entorno que la rodeaba ha marcado su vida y lo que hace: las flores, las montañas y los animales forman hoy parte de su inspiración. Su portfolio en jazzbuitron.com

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  • Isabel
    Responder

    Magalí, ¿cómo puede ser este texto tan precioso? ¡Me ha encantado! Conocí a Marina el pasado abril en las Jornadas Iati de los grandes viajes, y me suena que te a mencionado varias veces en alguno de sus blogs. Comparto tu artículo, ¡un saludo!

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