Pueblos en barbecho. Convicciones mutantes.

  • por Lucía Sánchez y Rubén Señor
S

e dice… se comenta… que para que un pueblo sea considerado “pueblo de los de verdad”, se tienen que dar al menos, dos de los siguientes cinco tópicos básicos o supuestos, a saber:

– Todo el mundo sabe “de quién eres”, dónde vives y a qué dedicas tu tiempo libre.

– En el bar (el único que hay) la conversación del día es hablar de la vida, obra y pecados del que no está en ese momento.

– Hay casi tantos animales como personas y todos se saben sus nombres.

– La gente no pregunta “¿Dónde estabas cuando cayeron las Torres Gemelas?” sino “¿Dónde estabas tú cuando el carnicero pilló a su hija con el hijo del Manuel?”

– El paso del tiempo es muuuuuuy leeeeeeeento y no se mide en años, sino en cosechas.

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Y como la excepción confirma la regla, existe perdido en algún lugar de Japón, lejos de las luces de neón que tanto abruman, de los hoteles cápsula que tanto asustan y de los ejecutivos trajeados que tanto trabajan, un pequeño pueblo en el que la gente se conoce… poco y de lejos. Pongamos que hablamos de Hanaizumicho Nagai. Una vez allí, te entregas a la una concreta única sola cosa que puedes hacer: pasear durante horas entre campos de cultivo sin que nadie te salga al paso. Sin que nadie se extrañe al verte por allí. Sin que llames la atención ni la conversación. Ni nada.

Puedes sentarte en cualquier sitio y abrir bien los pulmones para llenarlos de tranquilidad fresca. Del día. Recién segada. Puedes limitarte a escuchar a ese tractor que separa lo terrenal de lo superficial.

Puedes quedarte mirando durante horas cómo los lugareños siembran silencio para recoger toneladas de calma, varios kilos de sosiego y bastante cantidad de reposo.

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En Hanaizumicho Nagai, donde la quema para mejorar la calidad del suelo es armónica… equilibrada… casi simétrica… hay vacas, pacas y casas. Las vacas, nada curiosas, se limitan a admirar cómo crece el arroz; las enormes pacas cilíndricas esperan pacientemente una vida peor y las casas, llenas de vida de puertas para adentro, posan desapercibidas hacia fuera.

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Y es allí, después de curiosear entre insonorizados invernaderos, de pasear entre campos repletos de calma y de otear siembras a punto de quietud, donde te das cuenta de que nadie habla de más en Hanaizumicho Nagai. Y de menos tampoco. Justo allí, bajo un árbol del que seguramente solo florece serenidad, es donde percibes que cada uno va a lo suyo. Que nadie se mete en el cultivo del otro… y en su vida menos. Que viven y cosechan juntos, pero no revueltos.

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Y te surgen preguntas para las que no tienes respuesta, ni nadie alrededor que las entienda. Ni te comprenda. Contrariado, intentas adivinar si este pueblo es menos pueblo por lo que calla o “si todos los demás” que conocías están equivocados por “lo mucho que se habla”. Intentas descubrir si tanta paz te decepciona, si tanta armonía te molesta, si tanto respeto te incomoda… o si es todo lo contrario.

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Entre tantas dudas que te asaltan a plena puesta de sol y que no le importan a nadie más en cien kilómetros alrededor, te das cuenta una vez más de que Japón no es un país de este mundo y que puede, solo puede… que las convicciones que traías contigo, aquí sean diferentes. Cosas que no entiendes y que como todo lo demás que descubres día a día, no esperabas encontrar cuando saliste de “tu pueblo”.

Showing 2 comments
  • Angie
    Responder

    Awwwww, piel de gallina y emoción.

  • Algo que recordar
    Responder

    Gracias Angie. Japón es tan diferente que hasta las normas de los pueblos son otras 🙂

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