- por Romina Marelli
D e chiquita lo incorporé. Será por su enigmático olor o porque, hasta el día de hoy, me transporta instantáneamente a aquel ritual. Ritual que en mi país, Argentina, puede no ser considerado muy original, pero para mí siempre será único: el asado dominguero de mi papá Rodolfo.
Cuando era niña, los domingos, me levantaba temprano. Desayunaba sus panes con manteca y azúcar, tomábamos la bolsa de los mandados y caminábamos juntos a la carnicería. Con Tito, nuestro carnicero amigo, existía una relación extraña. Siempre añadía magia a los cortes guardados para papá y sus acompañantes: “tengo un chinchulín de ensueño”, “la morcilla es un bombón”, “el chori te va a encantar”. Ése era el momento exacto para cruzar miradas cómplices entre nosotros. Mi emoción era rematada con un guiño de sus ojos color miel. Al salir del local mis carcajadas eran expuestas de una manera exagerada, papá esbozaba una sonrisa de costado.
Papá comenzaba a cocinar dos o tres horas antes del mediodía. Todo estaba contemplado, los diarios, el carbón, fósforos, la pala, el atizador, un abanico improvisado, y hasta una caja vacía si era que encontrábamos alguna de camino a casa. Esto era sólo para empezar. Mi tarea de chiquita era sencilla pero esencial, hacía bollos de papel que servían para encender el carbón. El protagonista era el fuego, que cuando asomaba lo abanicábamos para que no se extinguiese. Mágico e hipnotizador.
El siguiente paso era esquivar las chispas de algún carbón un poco húmedo que agredía a sus fieles espectadores. Papá limpiaba la parrilla mientras utilizaba la grasa juntada en una lata del asado anterior para conservar las llamas. Entonces, era el momento de correr a la cocina para disponer sobre la mesada la carne, “el asado” y sus acompañantes amorosos. Se le colocaba a todo sal gruesa y se ubicaban en la parrilla de un modo estratégico. La carne iba del lado del hueso, los chorizos rara vez se pinchaban para que no mojaran el carbón, los chinchulines se trenzaban para que no se escurriesen entre los barrotes de la parrilla y la morcilla solo se calentaba. Su dibujo en la parrilla podía variar según estados de ánimo o ganas de acomodar, aunque para mí siempre era como un cuadro de Dalí.
A medida que fui creciendo mis roles variaron, desde hacer los bollos de papel, a preparar los cortes, limpiar la parrilla, prender el carbón, traer trucos copiados de otros papás de amigos, hasta que un día ¡me tocó hacer el asado!
Pero esa es otra historia.
El ritual continuaba dando aviso a todos los que moraban en casa para que colaborasen con la preparación de la mesa, eso incluía la bebida, hacer la ensalada y algunos condimentos. Se calentaba el pan para que estuviera crujiente y se convirtiese en un manjar al ahogarlo con el jugo de la ensalada.
Papá nos llamaba a la mesa. Todos esperábamos nuestros cortes y cocción preferida, a mí me daba el “casi vivo”, como él lo llamaba. Y nunca faltaba el familiar con el vino tinto debajo del brazo que llegaba a último momento para acompañarnos. De fondo sonaban motores ya que dejábamos la tele prendida con alguna carrera de automóviles. En la mesa no se hablaba de política, se hablaba del cosmos, de algún recuerdo del campo donde nació mi papá, o el calor de la provincia del Chaco de donde es oriunda mi mamá. Casi siempre los temas giraban en torno a recuerdos.
No había celulares ni radios que interrumpieran nuestras charlas y burlas entre hermanos, no teníamos idea del ser vegano ni del chusmerío de Facebook. Era nuestro mundo reunido en una mesa larga que fastidiaba limpiarla luego, cuando sólo quedaban en los platos restos de huesos y migas en el mantel. La sobremesa también era uno de mis momentos preferidos, donde los adultos tocaban temas de los cuales yo no tenía idea, pero me encantaba imaginármelos. Decían inflación, y yo veía cosas hinchándose hasta explotar, o boqueteros, que para mí eran unas personas que hacían pozos tipo túneles con luces al mejor estilo de las autopistas en montañas como las veía en los dibujitos animados. No había palabra que yo no me la representara de forma fantasiosa.
Así pasaban las semanas, los meses y los años, y nuestros asados seguían en pie.
Seguro existen rituales más pintorescos. Ví muchos que llenaron mis ojos de suspiros, pero ninguno le llega al talón a los asados de Rodolfo. En casa, los domingos, el calor de hogar se respiraba en forma de olor a carne asada, ése mismo que cuando lo siento por la calle hace que todo pensamiento se vuelva vano, me detiene en el tiempo y me transporta. Porque aunque papá ya no está físicamente él dejó su impronta dominguera como una yerra en mi corazón.
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Romina Marelli cruzarlapuerta.com
Todo empezó gracias al amor, comenzó a escribir en cuadernos soñando que se transformaran en libros. Creció con la idea de sanar heridas y se recibió de Licenciada en Instrumentación quirúrgica. Estudió varios años farmacia pero su pasión por la familia y viajar hizo que tomara la mejor decisión de su vida: dedicarse a esos dos últimos. Le encanta volar haciendo acrobacia en telas, fotografiar momentos únicos de sus viajes y colaborar en el blog cruzarlapuerta.com. Otro Mapa encierra todo lo anterior.