Bangladés, peligro de extinción

  • por Ludmila Greco

La llegada

Llegar a Dhaka fue un quilombo1, hablando en términos porteños. Llegué en tren desde Calcuta, India. Un viaje de más de 12 horas en tercera clase. Al parecer no es común ver turistas por ahí, ninguna mirada dejó de posarse en mí mientras duró el viaje. Los pasajeros más atrevidos me preguntaban de dónde era, los más tímidos no dejaban de observarme, ni siquiera cuando me quedaba dormida.

Nadie podía entender qué hacía yo ahí. Yo tampoco. Bangladés no es un destino turístico. Los viajeros, directamente, lo evitan. Los medios de comunicación, lo ignoran. Pero ahí estaba yo, arribando a la principal estación de trenes de Dhaka. En realidad, desde el momento en que pensé que estaba llegando y decidí pararme en la puerta con mi mochila hasta que finalmente el tren arribó pasó más de una hora. La razón: la ciudad es enorme. Básicamente, es imposible ubicar sus limites en el mapa. La capital comenzó 60 kilómetros antes de lo que yo calculaba. El paisaje agrícola compuesto por ríos, plantaciones de arroz, bueyes y bengalíes trabajando la tierra comenzó a ser reemplazado por uno urbano. Chozas hechas con ramas de palmeras secas, techos de chapas, toldos sujetados con piedras, tráfico (mucho tráfico) y gente (mucha gente). Por las ventanas, cientos de manos pedían monedas, vendían agua o ananá con picante. Por las puertas, cientos de cuerpos querían hacerse un lugar dentro del vagón. El techo ya estaba todo ocupado. Ahí fue cuando, erróneamente, pensé que estaba llegando, pero no. Aún faltaba mucho. Ahora que lo pienso, no podía ser de otra manera. No estaba arribando a cualquier lugar, estaba entrando en Dhaka, la capital más enquilombada y la más densamente poblada del planeta.

Al igual que el resto de los habitantes de la ciudad, me preguntó el nombre de mi país. Sonrió dejando al descubierto el espacio vacío entre sus rojos y podridos dientes. Con expresión de júbilo me dijo “Gracias por visitar mi país, Bangladés” llevándose una mano al corazón.

Bangladesh - Revista Otro Mapa

 

Dhaka superpoblada

¿Cómo describir una ciudad que ni las guías de viaje tienen en cuenta? ¿Cómo describir su cartografía cuando ni siquiera Google Maps tiene referencias de los cientos de callejones de la parte vieja Dhaka?

Mi primera mañana la pasé arriba de un colectivo. Mejor dicho, de una lata de atún con ruedas que a una velocidad crucero de cinco kilómetros por hora me trasladó de una parte a otra de la ciudad. El viaje fue largo y complicado. Chocamos siete veces y perdimos el paragolpes, pero al chofer no pareció importarle. Por el espejo retrovisor no dejaba de mirarme. Y en cada relojeada, gritaba y reía al son de “Argentina, Messi, Maradona”. Finalmente, me bajé en la última parada.

Ahí comenzó lo difícil. Encontrar el callejón correcto para salir al río Buriganga, afluente del río Ganges. Intenté preguntarle a la gente, pero resultó inútil. Yo preguntaba en inglés y ellos me respondían en bengalí (o en bangla, como dicen ellos). Cual master en mímica representé lo mejor que pude un río. Hice sonidos de barco, hice las olas con mis manos y los remos con mis brazos. Una señora pareció entenderme y me dijo que la siguiera. Ella iba con su sarí, yo con mi disfraz de turista. Caminamos 45 minutos de la mano, esquivando puestos de comida y carros inmensos tirados por humanos. Ella me presentó con todos, yo era su “souvenir”. Cada presentación fue seguida de una selfie y de una invitación a tomar chá. Ya era el mediodía y mi celular decía que hacía 42 grados.

Hay instantes de sorpresa que cuesta describir. Uno fue llegar trepando a la Muralla China y alcanzar toda su extensión en una primer mirada, otro fue éste: llegar al río Buriganga, corazón de Dhaka. El río era negro, de aguas espesas y malolientes y sobre él, y sobre sus orillas, todo un mundo tenía lugar. Barcos oxidados, pequeños botes de madera que transportaban más de cincuenta pasajeros de pie, cabras, personas cargando frutas en su cabeza, vendiendo arroz con pollo, pescando, mendigos pidiendo, musulmanes asistiendo a la llamada de la mezquita, mujeres con velo; y todos mirándome.

Una verdadera vorágine.

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Y justo cuando no podía más de calor, de la transpiración propia y de la ajena, justo cuando pensé en por qué había ido a Bangladés cuando ningún turista lo visita, justo ahí un viejo me agarró del brazo. Se trataba de un hombre de barba naranja y de no menos de setenta años. Al igual que el resto de los habitantes de la ciudad, me preguntó el nombre de mi país. Sonrió dejando al descubierto el espacio vacío entre sus rojos y podridos dientes. Con expresión de júbilo me dijo “Gracias por visitar mi país, Bangladés” llevándose una mano al corazón. Ilusamente, me di cuenta de que sí, de que vale la pena ser ese 0,01% que visita el país más allá de las para nada cómodas condiciones. Y empecé a sentir mis cachetes húmedos. ¿Podía ser tan flojita de haberme puesto a llorar ante semejante muestra de hospitalidad? Pero no, no eran lágrimas. Había empezado a llover.

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¿Cómo describir una ciudad que ni las guías de viaje tienen en cuenta? ¿Cómo describir su cartografía cuando ni siquiera Google Maps tiene referencias de los cientos de callejones de la parte vieja Dhaka?

La tormenta                                               

Y ahí, todo se volvió difuso. La gente comenzó a correr. Rayos, viento, truenos, chapas y toldos volaron por el aire. Los puestos de comida desaparecieron, las mujeres corrieron con sus hijos y los barcos dejaron de cruzar el río. Busqué como pude un toldo. Al principio fue divertido. Hacía semanas (incluso meses) que no veía llover. El suelo ya estaba seco y agrietado, las plantaciones de arroz estaban vacías y el polvo de la calle esperaba una buena lluvia para aplacarse. El olor de tierra mojada fue un alivio al calor agobiante. Pero yo parecía ser la única que disfrutaba del relajo del agua.

No me había dado cuenta de la gravedad del asunto hasta que me encontré con un grupo de musulmanes rezando en una esquina pidiendo que la lluvia pare.

Me costó pero a fuerza de voluntad y, (desgraciadamente), gracias a mi condición de extranjera, conseguí un CNG hasta la otra punta de la ciudad. Es decir, una moto taxi enrejada de color verde y que funciona con GNC.

Me duché y la lluvia seguía. Me fui a dormir y la lluvia seguía. Me levanté y la lluvia seguía.

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Pasaron cinco días sin que dejara de llover, y las caras de júbilo por el fresco de las precipitaciones comenzaron a transformarse en preocupación. “Parece que este año va a llover mucho”, me decían todos agarrándose la cabeza. Decidí dejar Dhaka atrás y seguir recorriendo el país. El problema fue que la lluvia se había traducido en inundaciones en muchas partes del país. Los trenes habían dejado de funcionar y los barcos, (el segundo medio de transporte más usado) funcionaban con una frecuencia muy limitada. No me había dado cuenta de la gravedad del asunto hasta que me encontré con un grupo de musulmanes rezando en una esquina pidiendo que la lluvia pare.

Un país que es agua                        

Bangladés se ubica en la desembocadura del río Ganges y del río Brahmapruta, conformando el delta más extenso del mundo. En total hay más de sesenta ríos y riachos. Condición por la cual el país más densamente poblado del mundo (1.140 habitantes por km²) convive en una superficie con demasiada actividad hidráulica y constante riesgo de inundación. El terreno es pantanoso y fértil pero desgraciadamente se encuentra a más de diez metros por debajo del nivel del mar. Razón por la cual si éste sube, al menos un metro, más de la mitad del territorio quedaría bajo el agua. Pero el mar no es el único enemigo. Con el recalentamiento global y los cambios climáticos cada año los ríos que bajan del Himalaya llegan más caudalosos. El suelo tampoco absorbe lo suficiente: los bosques y selvas están siendo deforestados. Pero la naturaleza no tiene la culpa de esto, el hombre da lugar a que todos estos desastres ocurran.

Bangladés, el país más densamente poblado del planeta está en peligro de extinción. Si el cambio climático sigue avanzando, Bangladés podría convertirse en la primera nación en la historia que desaparece por cuestiones ambientales. Si este año, la lluvia no para buena parte de la población podría perder lo poco que tiene.

Dependemos de Alá

“¡El país se está hundiendo!” me dijo Farhad, el dueño del puesto de té que estaba en la esquina de mi hotel, en la ciudad de Sylhe, donde me quedé varada durante varios días. La lluvia no paró y los barcos, también, dejaron de funcionar. Los ríos estaban demasiados crecidos. Sylhet tampoco tiene aeropuerto por lo cual sólo tenía una opción: esperar que parase de llover.

Todas las tardes solía ir al local de Farhad. Ya sabía que quería: un chá (té con leche condensada y azúcar) y dos torta fritas, pero las de la tarde, las de la mañana ya estaban frías y no me gustaban.

Según él, él era un businessman, un hombre de negocios. Para mí era el tipo que atendía el puestito de la esquina desde hacía más de cuarenta años, cuando esto aún era Pakistán del Este. Quizá esa era la razón por la que hablaba tan bien inglés: fue un hijo de la colonia británica. Cada vez que Farhad recordaba que soy de Argentina se ponía contento y me daba una torta frita de regalo (pero de las de la mañana). Supongo que él también saboreó con un gustito extra el gol de Maradona a los ingleses. Pero Farhad no estaba contento. Cada vez que un nuevo trueno sacudía las mesas, él se agarraba la cabeza y recitaba párrafos del Corán mirando el cielo. “¡El país se está hundiendo, Ludmila!” me decía. Y sus ojos se hundían en lágrimas y a mí me daban ganas de abrazarlo. A fin de cuentas, me trató como a una hija.

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Por las noches volvía al hotel. No podía hacer otra cosa más que mirar por la ventana, hasta que oscurecía completamente. Con las lluvias, la luz eléctrica también había dejado de funcionar. Pero la gente seguía en las calles, yendo y viniendo, ganándose el peso del día. Quizá estaban ahí porque no tenían a dónde ir.

La guachada de Farakka

Durante dos días no llovió y pude subirme a un colectivo rumbo a Chittagong. Viajé en el techo, los asientos cotizaban el doble y, además, no tenía chances de conseguir uno. Una señora que sí tenía asiento me pidió que cuide de su gallina. Ese fue mi entretenimiento para las más de seis horas de viaje.

Pero el remanso duró poco. Quince kilómetros antes de llegar, comenzó a llover. En la estación me encontré con Niaj, el joven musulmán que me alojó. Una vez en su casa y luego de las frases de cortesía, lo primero que salió a la luz fue el tema de las inundaciones.

– “Y esto no es nada”- dijo mirando por la ventana – “… del Himalaya cada vez está viniendo más agua e India, India…”

Niaj hablaba cerrando bien los puños y apretando bien la mandíbula. Un trueno lo interrumpió. Se cortó la luz, buscó velas y siguió la conversación pero sin volver a mencionar a India. Yo quería volver a llevar la conversación a India. Debo reconocer que era un conflicto que me interesaba.

– “Sí, las políticas indias son muy malas y las relaciones con los países limítrofes están cada vez peor” dije dándole el pie para que me cuente más.

Niaj se tomó unos segundos en hablar, miró alrededor para asegurarse de que no haya nadie más y con una mirada cómplice me preguntó “Ludmila, ¿Sabés lo de Farakka, no?”

Fueron instantes pero parecieron eternos. Mi memoria empezó a revolver cajones, a recordar datos de los periódicos, carteles de propaganda política, especies de animales en extinción, incluso busqué en los libros que había leído sobre la independencia del país. Farakka, Farakka. Nada. No había nada con qué asociarlo.

– No, la verdad no. ¿Quién es?

– ¿Quién es? ¿Quién es? ¿Cómo? – me dijo Niaj cada vez enojado-. Qué es, sería es en todo caso la pregunta. ¿Cómo no se sabe de esto? ¿Es que los medios internacionales no dicen nada del conflicto?

Con un poco de culpa y de vergüenza tuve que decirle que no. Que, al menos yo, no tenía ni idea de quién o qué es.

Con más intriga que otra cosa le pregunté a Niaj sobre el conflicto de/con Farakka. Nuevamente se tomó su tiempo, supongo que para organizar la información en su cabeza. Comenzó hablando del orgullo que para él supone ser de Bangladés, de la poca fama de su país y de la hospitalidad de sus habitantes. Me contó también que a él le encantaba viajar, que tuvo la suerte de conocer algunos países de Asia y Europa pero que nunca visitó India. Nunca le otorgaron la visa, ni a él ni a otros tantos bangladesíes que querían cruzan para, al menos, visitar a su familia. Él responsabiliza de esto a la historia de ambos países y la inestable situación política de los últimos años. Ahí fue cuando Farakka volvió al ruedo de la conversación.

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En términos rioplatenses, Farakka es una guachada2. Se trata de una gran represa que construyó India a menos de cincuenta kilómetros de la frontera con Bangladés. La represa controla buena parte del agua de río que entra al país. Los indios, ni lentos ni perezosos, tomaron la costumbre de cerrar el paso de agua en la época seca, dejando así buena parte de Bangladesh sin agua. Los ríos se secan, los arrozales se vacían y las vacas se ponen flacas. Pero cuando comienza la época de lluvias y deshielos, el agua comienza a acumularse en la represa y empieza a ser un problema. Es recién ahí cuando la abren y el agua entra como torbellino en el país vecino. Causando nuevas y graves inundaciones. Mejor dicho, nuevas y más graves inundaciones.

Made in Bangladesh

Los medios de comunicación no levantan notas sobre Bangladés (mucho menos, sobre sus problemas climáticos) y son muchos los que aún dudan si Bangladés se trata de un país, de una provincia lejana de oriente o de una isla del Caribe.

Mientras se conocen los pormenores de la familia real española o los detalles amorosos de la hija de Donald Trump, desconocemos por completo la realidad de países como Bangladés. La última y una de las pocas noticias que se publicaron se refiere al ataque terrorista del grupo fundamentalista ISIS en el restaurante de un argentino en Dhaka. El local había abierto sus puertas al publico durante los días de Ramadán y, a su vez, vendía alcohol. Esas fueron las razones del ataque que dejó un saldo de más de una docena de muertos.

Otra de las pocas noticias que se hicieron publicas en occidente se refiere al derrumbamiento de una fábrica textil. Centenares de trabajadores quedaron atrapados bajo los escombros. Algunos sobrevivientes denunciaron que se quejaron con sus superiores ya que las paredes se estaban agrietando y éstos, en vez de abrir las puertas, las cerraron con candado. En unas pocas horas, el edificio se derrumbó por completo. La mayoría de las víctimas fueron mujeres y sus hijos.

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La noticia fue famosa ya que todas las fabricas del país son talleres de empresas internacionales: H&M, Zara, Declathon, Old Navy, Adidas, Nike, entre otras. La mano de obra barata y los pocos impuestos son algunos de los beneficios que gozan las empresas internacionales que se instalan en Bangladés. Luego del derrumbamiento del edificio, algunas ONG’s e incluso la ONU comenzaron a poner el foco en las condiciones de esclavitud en las que millones de bangladesíes trabajan. Al día de hoy, no hubo grandes cambios ni mejoras. Si queda alguna duda, basta revisar la etiqueta de alguna remera y ahí se lee “Made In Bangladesh”. Lo poco que conocemos del país.

Pero esto me lo guardé y no se lo dije a Niaj. Llevé la conversación para otro lado. Afuera seguía lloviendo y nuestro té ya estaba servido.

Lo que (no) nos va a quedar

Niaj estaba indignado y tenía razones. Farhad está preocupado y tiene motivos. Bangladés, el país más densamente poblado del planeta está en peligro de extinción. Si el cambio climático sigue avanzando, Bangladés podría convertirse en la primera nación en la historia que desaparece por cuestiones ambientales. Si este año, la lluvia no para buena parte de la población podría perder lo poco que tiene.

India, por las dudas, se está preparando. Toda la zona fronteriza está siendo cercada. Si continúan las precipitaciones, entonces, los bangladesíes deberán abandonar su tierra. ¿Seremos testigos de uno de los mayores éxodos del último tiempo?

Es curioso, por que hoy en día, palabras como “globalización”, “cambio climático” o “consciencia ecológica” se repiten a diario. Nos llenamos la boca utilizandolas, pero para nosotros son palabras vacias. Hay un país del que muchos saben poco, que sí se está hundiendo. En silencio, rodeado de ríos que no puede dominar y de eso, no decimos nada. Eso si es real.

Pero para ellos, estás palabras no son vocablos vacíos porque reconocen su situación de extremo peligro: Bangladés se está hundiendo.

Igualmente y más allá de la suerte del país, a nosotros siempre nos van a quedar de recuerdo las etiquetas de H&M. Ahí si se va a seguir leyendo fuerte y claro “MADE IN BANGLADESH”, aunque el país desaparezca. Aunque el país sea mucho más que un lema, aunque ellos teman que lo único que recuerden de él sea una simple etiqueta, como “globalización”, “cambio climático” o “consciencia ecológica”.

MADE IN BANGLADESH, va a ser lo que (no) nos va a quedar.

Referencias

•1: Quilombo: Que provoca escándalo, bullicio, altercados o conflictos, o a aquello que está descontrolado.

•2: Guachada: Acción mala y desleal que realiza una persona.

  • Ludmila Greco mochilasenviaje.com

    Los papeles dicen que es psicóloga pero ella se siente más viajera que licenciada. Sin embargo, algo del conocer y comprender al ser humano se entremezcla en cada uno de sus viajes. Apasionada por la lectura y la escritura puede pasar horas sin levantar la vista de un papel. Se contenta con aprender a decir gracias en un nuevo idioma y hasta ahora, no puede leer un mapa al derecho. Tampoco se cansa de intentar construir un mundo mejor. El modo que encontró de hacerlo es junto a Lucas. Ambos escriben en mochilasenviaje.com

Showing 4 comments
  • yannina gutierrez
    Responder

    increible!!

  • Gonzalo
    Responder

    De lo mejor que leí en Otro Mapa hasta ahora. ¡Sigan así! Hasta me emocionó leer este. Saludos.

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