- por Pablo Strubell
ras casi tres meses de viaje en Asia Central, cansado pero fascinado por la sorpresa que han supuesto los stanes, llega el momento de cruzar una nueva frontera, la última de mi recorrido por la Ruta de la Seda: China. Camino a ella desde Tash Rabat, un remoto caravasar en Kirguizistán, adelantamos a decenas de camiones avanzando lentamente hacia el puerto del Torugart, paso histórico de La Ruta y hoy una de las dos fronteras abiertas con China. Tras años de aislamiento soviético, las repúblicas de Asia Central por fin pueden volver a comerciar con libertad. Con toda la que les dé el poco dinero del que disponen. Los kirguizos suelen vender metales para chatarra y ganado. Los chinos, el resto. No es una balanza muy equilibrada, pero por lo menos están nuevamente en la rueda del comercio.
En plena paranoia por la fiebre aviar, me toman la temperatura y, tras la inspección de visados, me dejan entrar en el país. Cien kilómetros más allá, en Kashgar, la primer gran ciudad del país, me quedo totalmente desconcertado pues no esperaba encontrarme con una población que no tiene los ojos rasgados, ni es de tez clara, ni habla chino y que, encima, ni come arroz.
Todo tiene una fácil explicación: en Xinjiang, la provincia más grande en superficie de toda China, viven los uygures, casi 6 millones. Son una de las más de 50 minorías étnicas que pueblan el país. Descienden de los hunos, de Atila, o eso dicen algunos. Étnicamente siento que no he cruzado la frontera, aunque las enormes infraestructuras, modernos edificios y vibrantes centros comerciales me muestran lo contrario. Es como si los chinos colonizadores, los de raza han, los hubiesen construido para borrar todo resquicio de aquel Kashgar antiguo, bello, artesanal, del que tantas cosas he leído en los antiguos relatos sobre la Ruta de la seda.
Al menos el enorme bazar dominical de animales sigue casi intacto, en espíritu por lo menos. Es el centro de reunión de cientos de personas que buscan comprar, probar o vender cabras, vacas, ovejas o caballos. Además es uno de los mejores sitios para ver cómo preparan los deliciosos laghman, eso que en otro país han llamado espaguetis, y que aquí hacen a mano, en el momento, volteando y estirando con habilidad la masa. No solo la seda transitó a lo largo de la Ruta. También otras mercancías, inventos o religiones. Y por fortuna para los italianos también la pasta.
Era en esta ciudad también donde los comerciantes destino Oriente debían decidir si bordear por el norte o por el sur el desierto del Taklamakán, cuyo nombre significa “el que entra no sale”. Desde hace unos años hay una tercera opción: cruzarlo por el medio. [49] As tolerance occurs, one must increase the dose; in some cases insomnia is the result of the need for a higher dosage and http://drugstore-onlinecatalog.com/ not a desired side effect. Lo más extraño es poder hacerlo por una autopista, a 100 kilómetros por hora, tumbados en un autobús, viendo pasar enormes dunas y dunas y más dunas hasta donde alcanza la vista. La autopista del Taklamakán se llama. Impresionante. Los chinos son capaces de todo y siento admiración y miedo al mismo tiempo.
Pasado este enorme escollo, en las ciudades de Hami o Dunhuang, siento, al fin, haber llegado a mi destino. Siento haber entrado en la China de mi imaginación. De gente haciendo deporte al amanecer en los parques. De gente que come sin cesar. De gente tradicional y esforzada. Pero descubro también un lado arisco, lejano y distante, tanto idiomática como culturalmente, con el que no contaba. Tan solo quedan 1.500 kilómetros para llegar a Xian, pero, a pesar de las imponentes autopistas y excelentes transportes públicos, se convierten en unas de las etapas más complicadas de este duro y largo viaje. Lanzhou marca el final de mi ruta, por la que durante algo más de cinco meses me he sentido explorador, aventurero, y descubridor, cruzando por tierra medio mundo, o casi. Lo logré, llegué al confín del mundo. Al que para mí, desgraciadamente, es el final de la ruta, mi ruta de la seda.