Canadá: las Rocosas en solitario

  • por Oriana Vazquez
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aber nacido en el caribe me hace ser una persona insoportable. Uno nunca sabe lo que significa tener un clima cálido todo el año hasta que se muda a Europa y se empieza a quejar de cada grado y de cada capa de abrigo que hay que cargar encima. Madrid fue mi primer invierno, o por lo menos eso creía yo.

No sé cuántas cosas tienen que coincidir para que algo suceda, pero en este caso, una visa, la necesidad de viajar con un espacio propio y la inconsciencia, se juntaron para que tomara la decisión de vivir un invierno en las Rocosas.

Banff es uno de los dos pueblos que existen en las Rocosas de Canadá. Es un sitio pequeño en pleno parque natural que en invierno es tranquilo y nostálgico, y en verano, un hervidero de turistas.

Viví en una montaña blanca y helada al lado de un castillo en el que me dedicaba a robar rincones con mesas de madera y sillones de cuero. Esto después de pasar horas limpiando habitaciones que no se parecían en nada unas a otras.

Se puede esperar del invierno que sea frío, se puede también esperar también que esté todo nevado, pero nunca me hubiera imaginado que el invierno también pesara. Salir a la calle significa botas de un tamaño ridículo, el aire es más denso, cuesta respirar.

Después de experimentar lo que le ocurre al cuerpo cuando se respira a -30 grados, uno se siente invencible, como si nada nunca pudiera ser capaz de detenerle. Todo, absolutamente todo se tiñe de blanco, esos lagos que antes eran azul profundo empiezan a congelarse y se convierten en puentes hacia el horizonte. Parece posible recorrer a pie toda Canadá.

El interior de la nariz se congela en el segundo uno en el que se pisa la calle y cada caminata es una lucha por mantener el calor corporal, disfrutar del paisaje y no caer en la hipotermia. Todo al mismo tiempo.

La extensión territorial que ocupan las montañas es: absolutamente toda.

Dondequiera que tus ojos puedan husmear está rodeado de bosques y montañas, los Elks campan a sus anchas buscando alimento y la nieve cae sin parar en los días impares. Los puentes en las carreteras se convierten en pasos para que los animales crucen de un lado a otro. Los invasores somos nosotros que nos sentimos pequeñitos e insignificantes ante tanto espectáculo.

Las cataratas se congelan, las luces del norte se asoman tímidas en algunas noches; espléndidas y coloridas en otras. El corazón late más despacio, el ritmo de la respiración se acompasa con la parsimonia y subir una escalera es como conquistar el Himalaya.

La extensión territorial que ocupan las montañas es: absolutamente toda.

La navidad. La absurda perfección de la palabra navidad pronunciada a -20 grados, es como si hubiese sido diseñada para tener más sonoridad en esta parte del mundo. 

Así se pasa la vida el 70 por ciento del tiempo la gente que habita Canadá. Esquiando, jugando al hockey sobre hielo, comiendo todo tipo de sopas y patatas fritas con salsa a las que se empeñan tozudamente en llamar «Poutine». Yo me pasé el invierno maldiciendo el norte cuando salía a la calle, pero agradeciendo infinitamente ser parte inevitable de la montaña.

Los pies en la nieve y los ojos en los pies.

Los pasos son como pisadas de exploradores, no importa que esto ya haya sido descubierto. Estar aquí es cómo llegar por primera vez, descubrir todo con ojos de niños y tener ganas de reír de felicidad desbordante.

Esos colores son imposibles, parece un sueño. Cuesta creer que sea la realidad.

Las estaciones intermedias no existen. Eso que el resto del mundo conoce como otoño y primavera aquí no es más que un lodazal marrón en el que la nieve se derrite o el calor da paso a los días grises intermedios. 

El verano es la locura. Estar a -7 grados para un canadiense ya significa ir solo con un jersey encima y a veces incluso en camiseta, imagínense. Así que cuando se llega a 25 grados, con el cielo siempre azul y despejado, la escena que se puede llegar a montar es un espectáculo en sí mismo, muy difícil de imaginar en Canadá.

Miles de personas de todo el mundo llegan a las Rocosas intentando explorar cada rincón. Los hoteles están reservados desde hace meses y los dos únicos pueblos que existen multiplican su población por cuatro y por cinco.

Los osos despiertan y empiezan a salir en busca de comida, los lagos vuelven a sus colores y las canoas parecen puntos negros a la distancia. Las Rocosas se llenan de vida.

Se rompe el hechizo que estuvo presente en el invierno y hay gente en cada centímetro cuadrado. Siendo honestos ¿quién puede culpar al mundo de querer conocer todo esto?.

Me convierto en egoísta y como todas esas cosas que se quieren de verdad y que -nos- duele compartir; quiero que esto siga siendo mi secreto, que cuando mire al suelo solo existan mis pisadas y las de los animales.

Si hay algún sitio en el que se entrenan los sentidos, en el que no hay otra opción que entregarse a la inestabilidad y la improvisación; ese sitio es Canadá. No solo se vive con el cuerpo, también se desarrollan nuevos superpoderes como el de caminar por el hielo resbaloso o perseguir atardeceres a las 11 de la noche.

Haber vivido el invierno y el verano en el norte del mundo ha sido más que un viaje, ha sido mil viajes en uno.


Gracias, Canadá.

  • Oriana Vazquez La Vuelta a la Tortilla

    Es escritora porque desde pequeña se dedicaba a saltarse la realidad. Salió de Madrid pensando que tenía las respuestas a todas las preguntas y un gran viaje hizo que se diera cuenta de que no era más que un pequeño punto en el universo. Le gustan los bosques, los libros y las buenas conversaciones. Escribe y hace garabatos en vueltaalatortilla.com.

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