- por Pablo Strubell
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lamadas al rezo amplificadas por altavoces. Ropas tendidas a secar de un lado a otro de la calle. El viento húmedo del Bósforo en mi cara. Estambul. Iniciar allí un viaje es más que simbólico. Seguir el rastro de La Ruta de la Seda empezando en esta ciudad significa unir lo que en su día fueron los confines del mundo; significa comenzar en Europa y acabar, si todo va bien, en Asia, empezando por el final de una ruta que, durante más de quince siglos, trajo los más exóticos y preciados bienes a Europa desde Oriente.
Con los visados estampados en mi feliz pasaporte, parto destino Capadocia. Allí es muy difícil encontrar un nuevo rincón inexplorado cada vez que se visita, y camino por lugares que juraría no haber visto antes. En el silencio, en mitad de aquellos valles, llenos de respingones y horadados montículos, de asombrosos colores, estoy seguro de que Gaudí encontró mucha de su inspiración.
La larga travesía hasta Urfa, casi tocando con Siria, la hago en autobús, en el que un revisor me indica mi lugar y otro se dedica a rellenar mi vaso con té caliente todo el trayecto. Como éste es casi de lujo, por ser largo recorrido, además me tocan galletas insípidas y un bollito grasiento. Mejor que en avión, pero éste con ruedas. Aunque aquí, sientan separados a hombres y mujeres cuando no se conocen, no sea que… ¿entablen conversación?
Caminando ya por la calle, el ruido de las cucharillas diluyendo el azúcar en los vasitos de té me llama a entrar en una chaykhana. En la casa de té, entre la densa cortina de humo de los cigarrillos, salta a la vista que la gente aquí es diferente. Son kurdos, y aunque es lo primero que me dicen, los pañuelos lilas o árabes sobre la cabeza de las mujeres y el shawal, unos pantalones de bajísimo tiro por las rodillas, de los hombres ya me habían dado unas pistas. Me reciben con los brazos abiertos y, además, me cuentan con alegría que ya es legal emitir en radio y televisión programas en su idioma. Sí, a día de hoy, media hora semanal en la televisión y dos en la radio. Vaya estafa, pienso.
Sigo como puedo mi camino, y el barco, quién lo diría, es mi mejor aliado para superar las montañas. El lago Van, a 1.720 metros de altura y rodeado de cordilleras nevadas, es el culpable. Comparto el trayecto con vagones de tren, camiones de carga y una tripulación atónita de que un turista, voluntariamente, esté allí. En autobús hubiese tardado tres veces menos, me informan. Cuando lo dejas todo y te lanzas a una aventura así, el tiempo es lo de menos.
El monte Ararat me despide de Turquía. Con sus dos picos nevados, emergiendo de la llanura, me impresiona y emociona camino a Irán. Al cruzar la frontera parece que saltemos atrás en el tiempo. Me hablan de aquellos años en que Irán era más rico que Turquía, en los que todos los turcos miraban con envidia al país vecino. Hoy las tornas han cambiado. Es sorprendente comprobarlo, teniendo en cuenta el oro negro que tienen bajo su tierra. Pero se nota en los coches, en las tiendas, en las infraestructuras, en la gente. Además, a las mujeres no musulmanas también les toca ponerse el pañuelo, que no se pueden quitar salvo en la privacidad de la habitación o hasta salir del país.
Los iraníes no son árabes, me apuntan con seriedad, son persas y, en realidad, solo representan la mitad de la población del país. La otra, una mezcla de azeríes, kurdos, árabes, luris, baluchis… Irán me sorprende por su enorme riqueza étnica y religiosa. Y también arquitectónica, pues en cada ciudad, en cada barrio, bellas mezquitas, mausoleos o palacios me recuerdan ese gran pasado tuvo que el país no hace tanto tiempo.
Sin poder evitarlo me pierdo en el bazar de Tabriz, y en el de Teherán y, cómo no, en el de Isfahán. Cada uno de ellos es un laberinto, una maraña de calles, pasadizos, recovecos y plazas en las que incluso el viajero con buena orientación pierde el norte. En algunos de esos bazares, cubiertos, parece no haber pasado el tiempo: aquella época en el que recibían y vendían las mercancías venidas de Oriente. “Lo que no se encuentre en el bazar, no existe” me cuenta un viejo bazari que descansa sentado apoyado con el codo en enormes sacos de té a la espera de clientes. No lo dudo. Sigue habiendo seda, sí, pero también joyas, especias, electrodomésticos, ropa, frutas, vajillas y miles de alfombras. Y también mucho azafrán, que según cuentan en España compramos a granel y vendemos como nuestro. Todo junto a decenas de restaurantes, mezquitas, lavabos, bancos… Todo lo que el comerciante (y el comprador) necesita, allí está.
Hablo con mucha gente, aunque la comunicación es difícil, pues apenas nadie habla inglés. Los iraníes son gente afable, cercana y expresiva. Tan lejos de esas imágenes de odio, violencia y fundamentalismo que las televisiones en Europa se empeñan en ofrecerme. El domingo, el único día festivo de la semana, centenares de familias aprovechan para salir a los parques, barbacoas en mano, para pasar un día de picnic. No hay dinero para más. Allí cocinan, comen, duermen, fuman o juegan sobre alfombras, pasan el día mientras los numerosos niños tienen espacio ilimitado para correr y jugar.
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Pablo Strubell
Empezó a viajar por el mundo tarde y mal, forzado por un trabajo de comercial que al final acabó odiando. Tal vez por ello agarró la pasión viajera con fuerza: dos años sabáticos hicieron que progresivamente cambiara su trabajo de economista por el de guía de viajes, conferenciante, editor en La editorial viajera y organizador de las Jornadas de los grandes viajes. Ha escrito tres libros y numerosos artículos en revistas de viaje y, desgraciadamente, le falta tiempo para escribir todo lo que le gustaría. También escribe en ungranviaje.com
Una gozada leer tus palabras sobre la ruta que te marcó tanto. Cada vez que las leo me dan más y más ganas de lanzarme a esa ruta.
Algún día.